Aterrizamos en el aeropuerto de Santa Cruz de La Palma a las doce de la
mañana, hora insular. Diego nos estaba
esperando con el coche para llevarnos a casa.
Había dejado a la pequeña Ara con el abuelo, don Celso. Diego era un hombre alto, delgado, de ojos
marrones y pelo negro con canas diseminadas por todo el cabello. Nos recibió
muy sonriente y contento. Me dio dos besos al saludarnos, pero enseguida me
abrazó con fuerza y me dijo que estaba realmente encantado de conocerme.
Cuando llegamos al piso casi me muero de la vergüenza. Estaba allí toda
la familia, el abuelo de Teo y su esposa, la pequeña Ara y también Carla y
César, sus tíos. Todos expectantes. Uno
a uno me fueron dando dos besos y yo cada vez me sonrojaba más.
Congenié muy bien con Carla, tal vez porque es únicamente once años
mayor que yo. Lo cierto es que se lleva
veintiún años de diferencia con el padre de Teo y doce con César. Es un bellezón.
Rubia, delgada, con unas perfectas y maravillosas ondas en el pelo, ojos
verdes… y joven, veintinueve años.
César apenas tuvo tiempo de hablar con nosotros porque tenía que ir al
colegio a recoger a sus hijos, tres nada más y nada menos. Dos son chicas,
gemelas, de nueve años, Nieves y Lucía. El tercero en discordia es Gonzalo, un
pequeño de seis años clavadito a Teo.
Volvieron para comer junto con Sandra, la mujer de César, y todos
juntos nos sentamos a la mesa. Fue muy emotivo ver a una gran familia unida
pero, claro, yo era la novedad y no pude pasar mucho tiempo desapercibida.
Enseguida comenzó la guerra de preguntas.
"Si, soy de Llerena, un pueblo del sur de Badajoz….si, mi madre es
periodista deportiva y casualidades de la vida, se llama Ara..." y así fui contando poco a poco ciertos
detalles de mi vida, como el hecho de que no sabía quién era mi padre biológico
o el divorcio de mi madre con el que yo considero mi padre.
La comida estaba exquisita. La madrastra de Diego (su madre murió
cuando su hermano y él eran pequeños) había preparado unos tallarines a la
carbonara deliciosos. A continuación nos
tomamos el postre y enseguida me disculpé y me retiré a la habitación dónde
íbamos a dormir. Si, Teo y yo dormiríamos juntos. Fue toda una sorpresa.
Estaba realmente cansada y me tumbé en la cama para echar una pequeña
siesta. El problema es que tengo el oído muy fino, en eso he salido a mi madre,
y con cualquier pequeño sonido que oiga ya no me duermo. Y eso fue lo que pasó.
Sin querer escuché una conversación entre el padre de Teo y su hermano César.
-Su madre, tiene que ser ella. Se llama igual, es del mismo pueblo y
tiene la misma profesión. Y la chica tiene el nombre con el que ella quería
llamar a su hija.
-Vale, es cierto que tienen muchas similitudes, pero ¿no podría ser
simplemente casualidad?
-¿En serio crees que es casualidad? ¡No! La madre de Guadalupe tiene
que ser la mujer que estuvo enamorada de mi durante más de siete años, la mujer
que me amó con todo su ser y a la que yo dejé escapar por ser un necio y un
cobarde.
No podía ser cierto. Mi suegro, el padre de Teo, conocía a mi madre y
muy bien. ¡Dios mío! ¡Mi madre estuvo enamorada de él muchos años! Y la hermana
de Teo se llama así por ella, por mi madre. De alguna forma Teo y yo siempre hemos
estado conectados, incluso antes de nacer.
Fui incapaz de dormir pensando en todo aquello. Entonces comprendí que
Diego era ese hombre que había marcado a mi madre, por el que me advirtió que
tuviera cuidado con Teo y por el que no quería que fuera a La Palma.
No sabía como reaccionaría al ver a mi suegro de nuevo, no sabía si
podría seguir actuando como si no supiera nada o si se daría cuenta de que me
sucedía algo. Tardé poco tiempo en averguarlo. A las seis de la tarde salimos
Teo y yo de la habitación y nos dirigimos a la terraza. Todos estaban allí,
excepto Carla, que estaba en la playa con unos amigos. Entonces lo miré a los
ojos y su mirada se dirigió a los míos, una mirada emotiva, llena de alegría,
pero también de nostalgia y pena. Si, mi suegro había querido a mi madre. Quizá
no como a ella le hubiese gustado, pero estaba claro que mi madre había sido
muy importante para él. La prueba de ello es que le había puesto su nombre a su
hija.
Durante los días que estuve allí congenié muy bien con Diego; somos
bastante parecidos. Hablamos mucho de fútbol, de literatura, de arte… Me di
cuenta de que era un hombre tremendamente culto e inteligente y, además, con
sentido del humor y el punto justo de ironía que hace que las conversaciones
sean perspicaces. Comprendí en aquel
momento por qué se enamoró perdidamente mi madre de él. Diego era el tipo de hombre que ella buscaba,
que siempre había buscado, el hombre de su vida.
Asimismo intenté averiguar más cosas sobre el pasado, sobre la relación
con mi madre, fuese del tipo que fuese. Él también indagó para saber más de mi
madre, de cómo le había ido la vida, de cómo estaba, de si era feliz. Se alegró al saber que profesionalmente mi
madre había logrado lo que se propuso en su juventud, pero lamentó escuchar que
el amor no la había tratado bien.
-Mi padre, bueno el que yo considero mi padre, es fantástico, pero no
era del todo el hombre que mi madre estaba buscando. Lo peor de todo es que
creo que no lo va a encontrar. Ya lo hizo, cuando era joven. Conoció a un chico
que, según ella me ha contado, reunía todo lo que buscaba en una pareja. El
problema es que él no sentía lo mismo.
-Puede que ese chico si le correspondiera, pero quizá había algunas
circunstancias externas y ajenas a ambos que impidieron que estuvieran juntos
–dijo con la voz quebrada.
A mi se me hizo un nudo en la garganta al escucharle decir eso, al ver
su expresión y sus ojos, humedecidos por las lágrimas. Pero me dio coraje y
rabia, porque yo había crecido viendo a mi madre infeliz, sufriendo por amor y
todo porque él había sido un maldito cobarde.